Claves y Umbrales

Blog personal de Dante García Berlanga

Categoría: Cuento

EL EQUILIBRIO

Caí de unos dos metros más o menos. Grité. Aún en el piso grité un poco más, «¡aw!, ¡aw!» El sonido sordo de la música en el cuarto de al lado se detuvo y escuché la puerta abrirse. Mi compañero de cuarto debió haberse quedado al pie del umbral pues no escuché nada más. Me lo imaginé al otro lado de la pared, inmóvil y atento, con la mano en el picaporte y con un pie delante del otro.

Me parece que grité más por la impresión de caer que por el dolor. Jamás había caído de tan alto y de cabeza. El grito había sido más una expresión de sorpresa: «¡mira nada más, me caí!» Bien pude quedarme completamente callado.

Me volteé boca arriba trabajosamente y así me quedé, entre los pedazos de plástico y el barandal que se habían desprendido de la litera. El sol entraba por la ventana. Era mediodía.

—¿Qué pasó? —Gritó mi compañero de cuarto.

—Me caí.

—¿Te caíste de la litera?

—Sí. Se rompió el barandal.

—¿Estás bien?

—Creo que sí.

—¿Te fracturaste un hueso?

—No.

—¿Estás seguro?

—Sí. Sólo me duele un poco el hombro derecho y la cabeza.

—¿El hombro? ¿Te fracturaste el hombro?

—No. Caí sobre mi hombro y me golpeé la cabeza, pero no tengo ningún hueso roto.

—¿Quieres que llame a una ambulancia?

—Ya te dije que no me fracturé nada —Mi compañero de cuarto hizo una pausa. Me perdí un momento mirando las piedritas del techo. Imaginé que se formaban caras y figuras—. Ni siquiera caí de muy alto. La litera no es tan alta.

—¿Entonces estás bien? ¿Estás de pie?

—No. Pero creo que si quisiera levantarme podría hacerlo.

—¿Puedo regresar a mi cuarto? ¿Estás seguro de que estás bien?

—Sí, sí. No te preocupes.

Lo escuché cerrar la puerta lentamente. Tres segundos después se reanudó la música.

Me quedé recostado. Me sentía cómodo en el piso a pesar de que estaba bastante sucio y tenía una sensación punzante en el hombro. Me pareció agradable poder descansar de la rutina un momento.

Pensé en la situación. Si me hubiese lastimado seriamente hubiera terminado en el hospital. Tal vez hubiera tenido que llevar el brazo en cabestrillo y vendas en la cabeza. Tal vez mis amigos me habrían visitado para asegurarse de que estuviera bien. Eso habría sido agradable, pero no habría solucionado nada. Habría perdido algunas semanas de mi vida y posiblemente el trimestre. Tuve suerte. La caída ni siquiera dejaría marcas visibles, nadie sospecharía que me había caído a menos que yo lo mencionara.

Pensé en levantarme. Pronto tendría que preparar una presentación y organizar mis borradores de la tesis para el día siguiente. Me esperaba otro día frente la computadora.

No me levanté. Me quedé donde estaba, mirando las figuras del techo. Me froté la cabeza. También sentía una leve punzada en la sien. Imaginé mi cerebro como una especie de aparato con cables y circuitos. Me hizo gracia. Pensé «qué tal si me vuelvo loco» y me reí.

EL HOMBRE DEL MICRO V. 1

EL HOMBRE DEL MICRO (VERSIÓN 1)

Bajé del micro riendo de un hombre alto, joven, elegante, de negro; corbata negra, camisa negra, zapatos negros. Llevaba una mochila de hombro de cuero marrón.

Más que reír, yo sonreía.

Traté de buscarle la cara para que viera mi sonrisa sarcástica desde el micro antes que reanudara la marcha.

Caminé un poco hacia adelante para buscarle la cara, agaché un poco la cabeza. Mientras tanto, las mujeres que acompañaba discutían su itinerario. Algunas tenían alrededor de 40 años.

Intenté buscarle la cara al hombre del micro para que viera mi sonrisa sarcástica, pero su cara estaba bloqueada por la parte superior de la puerta del micro. Estaba de pie, era alto, su cabeza rebasaba la altura de la puerta y no me veía. Si hubiese agachado la cabeza como yo hubiera visto mi sonrisa sarcástica.

Caminé un poco hacia adelante mientras miraba hacia el micro, después giré sobre mí mismo y caminé alrededor de las mujeres de 40 años que se habían quedado paradas discutiendo el itinerario. Agaché un poco la cabeza. El sol era fuerte y tenía que entrecerrar los ojos para ver. Pensé que si la parte superior de la puerta hubiese estado hecha de un material transparente el hombre del micro hubiera podido ver mi sonrisa sarcástica.

El micro se echó a andar y el hombre del micro no pudo ver mi sonrisa sarcástica. Las mujeres de 40 años se pusieron a caminar y las seguí.

Karina se molestó conmigo por reírme del hombre del micro. Me dijo que no le parecía gracioso. Yo le contesté que no me estaba riendo, sólo quería que viera mi sonrisa sarcástica. Karina tiene 25 años, como yo.

Antes de bajar había estado observando al hombre del micro. Me había llamado la atención porque estaba muy preocupado viendo los números de las casas y los negocios.

Creo que estaba buscando el número 800.

Una mujer le dijo que la parroquia de la avenida X estaba a unas cuantas cuadras, pero el hombre le contestó que iba al número 800 y apenas estábamos en el 600 y le dio las gracias después de una pausa muy larga.

El hombre del micro decía gracias todo el tiempo. En una ocasión el micro se detuvo y el conductor gritó “Carrillo Puerto”. El hombre del micro dijo “gracias”, pero no bajó ni se movió de donde estaba. Estaba parado frente a la puerta y nunca se quitó de ahí. Su cara era como la de un conejo. Sus ojos, más bien; su mirada, más bien; como un conejo.

El cabello del hombre del micro era castaño y largo, como me gusta llevarlo a mí a veces. Hubo un tiempo en que tenía el cabello muy largo. El cabello largo es incómodo para hacer actividades que requieren esfuerzo físico. Cuando voy a la Universidad en bicicleta, el sol me pega en el rostro y me acalora y es una sensación desagradable en general y el cabello largo sólo lo empeora. En ese momento recordé que había dejado mi bicicleta en la Universidad y sentí un poco de preocupación porque era sábado y se iba a quedar ahí todo el fin de semana pero después de un rato lo olvidé. En una ocasión pensé que podía rasurarme la cabeza, pero Karina me dijo que ese estilo no le gusta. Tengo amigos que se han rasurado la cabeza y se ven bien. Se ven extraños de lejos, pero cuando uno se acerca se ven bien otra vez.

Antes de que las mujeres de 40 años, Karina y yo bajáramos del micro, el hombre del micro se aferró fuertemente al tubo amarillo del micro. El micro estaba parado, no había riesgo de que el hombre del micro se cayera, pero nunca se soltó y estorbó a la gente que quería bajar del micro. Me pareció que el hombre del micro estaba teniendo un mal día. En ese momento empecé a reír. Más que risa era una sonrisa sarcástica. Creo que una sonrisa no es tan mala como una risa porque no hace ruido y casi no se nota. Pero fue una mala idea porque Karina se dio cuenta. El hombre del micro no se dio cuenta aunque le busqué la cara para que viera mi sonrisa sarcástica.

Bajé del micro riendo. Más que risa, era una sonrisa sarcástica, pero el hombre del micro no pudo verla; me pregunto si le hubiera hecho tanta gracia como a mí.

DSC00755b

LOUIS WAIN

Inmóvil, reposo en el sillón mientras el sol se pone y abandona mi cuarto. El ambiente se siente aletargado. Como una incandescencia entre cenizas el atardecer alumbra levemente la habitación. El aire también es gris y caliente.

Contemplo mis propios cuadros, en todos se repite el mismo tema. El tapiz me recuerda a mi madre y los pequeños felinos son mi vida, los he dibujado como si fueran los protagonistas del mundo. Los doctores dijeron a mis hermanas que precisamente los gatos me infectaron con la locura. Desvío la mirada hacia la pared, me abstraigo en ese último pensamiento. Es inaceptable, es injusto; es propia de un ciego tal conclusión. La pared, sus contornos, su meticulosa capacidad de ser, todo fue diseñado por mí; el tapiz es el mismo aquí y en los dibujos. Aquel que se asoma por la ventana a mirar el atardecer que ilumina a su palacio no es nadie más que yo. Puedo retratar la realidad tal como es, eso no puede hacerlo un loco.

Conforme mi vida se extingue puedo ver mentalmente cómo el gato y el tapiz se funden en un mismo patrón. Tienen la misma lógica, la misma esencia de alguna manera. Sé que llegará el día en el que ambos se acomoden en armonía; ese día será, yo imagino, el de mi muerte.

LAS MENTIRAS DE DIOSDADO

Mi nombre es Alfonso Briceño Diosdado o simplemente Diosdado. Solía enseñar teología en una capilla de Río de la Plata, Argentina. Pero antes que educador, era un estudioso de los secretos y conocimientos divinos. La avidez con la que los buscaba se asemejaba a la del adicto más enloquecido, mi vida entera se reducía prácticamente a esa sola actividad. Para procurarme la sustancia que daba compulsión a mi existencia pasé muchas noches en vela usando distintas vías o herramientas: el ocultismo, la Red de Redes, la asociación y comunicación con diversos grupos secretos, la ciencia, las teorías del Caos.

No ha cambiado nada en lo absoluto. Diré que hoy en día tengo otras necesidades mucho menos elevadas que saciar, pero nada más, pues estas palabras tienen una garantía contra los profanos, y además, porque el menos indicado para hablar de mí soy yo mismo. Lo que puedo decir libremente –por ser irrelevante– y lo que recuerdo bien es que alguna vez estuve cerca de descubrir un secreto en apariencia importantísimo: la eterna adherencia espiritual a Dios, el Nirvana, el Logos, la Piedra Filosofal, o como deseen llamarlo. A mis 32 años yo no perdía el tiempo.

Aquel día no lo olvidaré nunca, es como el centro de gravedad sobre el que todas mis memorias se aglutinan como un muégano. Recuerdo las sensaciones, recuerdo la moraleja, pero las ideas dejaron de ser concretas. Recuerdo que tenía la mesa del estudio llena de papeles y libros que había juntado de todos los rincones del mundo y anotaciones que sintetizaban años de aprendizaje. Leía y releía un tratado que escondía una revelación secreta acerca del Sol y al pronunciar cierta línea, súbitamente ocurrió: Las ideas y conceptos que había aprendido durante toda mi vida encajaron como las piezas de un rompecabezas con armoniosa belleza. Vino una calma sobrenatural; era como si repentinamente fuera consciente del silencio y del espacio entre los poros de mis huesos. Había tropezado con aquella respuesta de pronto, casi por casualidad. Recuerdo mi propia risa, casi infantil, eufórica, delirante.

Cerré la capilla y me fui, embriagado ya, a un bar cercano para celebrar mi descubrimiento. Sé que debí ser más humilde y reflexionar en mi estudio, pero pensaba en que ya habría tiempo para eso, pensaba en lo divertido que sería charlar con los otros ebrios sobre asuntos mundanos después de haber hecho el descubrimiento más grande de mi vida. Recuerdo que en el bar me entretuve pensando que existe un contraste ambiguo entre los hombres que se dedican al conocimiento propio y de Dios y los hombres que de sí mismos hacen animales y se embrutecen con alcohol.

Salí del bar en la madrugada completamente ebrio. En la calle iluminada por la Luna me vi a mí mismo dar tumbos, como si mi alma contemplara a mi cuerpo desde fuera, como si la vida fuese falsa o artificial y la existencia verdadera acechara en silencio. Lo último que recuerdo es que vi mi cuerpo atravesar un arco y perderse entre las sombras.

Desperté la tarde siguiente en el suelo de la capilla. Tenía la ropa hecha jirones ensangrentados, la piel me ardía, tenía marcas de mordidas y rasguños por todos lados, sentía la cabeza inflamada. La habitación estaba hecha trizas, se había roto un espejo y los vidrios estaban regados en el piso. Encontré con horror mis textos invaluables, irrecuperables, destruidos; mis anotaciones empapadas de sangre, arruinadas con dibujos y símbolos absurdos. Reconocí mis propios trazos a pesar de que eran groseros y toscos.

Me aseguré de que nadie hubiera entrado a la capilla en la noche pero no había signos de que alguien hubiera forzado la puerta. El responsable del desastre y de mis lesiones habría sido yo mismo, pero no recordaba absolutamente nada. ¿Cómo pude ser tan estúpido? ¿Cómo pude perder el control de esa manera? Intentaba dilucidar mientras caminaba en círculos por todo el cuarto con la cabeza entre las manos.

Me detuve en seco a mitad de mi desordenada carrera porque me di cuenta de algo terrible: tampoco recordaba el descubrimiento del día anterior. Una infinita ansiedad recorrió mi espalda. Si no recordaba nada sobre aquella revelación entonces era como si nunca la hubiera encontrado. Apreté los ojos con angustia y por alguna razón sentí la mirada de decenas de ojos expectantes que me miraban con sorna.

Traté de poner en orden mis ideas, pero las ideas no encajaban más. Me lancé al piso y desesperadamente traté de juntar los trozos de papel como si fueran las piezas de mi propia vida hecha pedazos. Me detuve cuando vi que juntaba fragmentos del espejo y tiras de tela junto con los textos destrozados, como si palabras, espejos y envolturas fuesen la misma cosa.

Miré los fragmentos del espejo y me contestaron con un reflejo frío, una ironía o una eterna incoherencia. Pasé horas acuclillado mientras se hacía de noche, nada más pensando como aquella estatua de Rodin. Observé que mis reflejos se disolvían lentamente hasta desaparecer por completo. Esta era, sin duda, una nueva revelación y la entendía perfectamente. Me levanté con tranquilidad para cambiarme y buscar un abrigo; mientras, pensaba en que no me importaba en absoluto lo que hubiera descubierto el día anterior, los textos que había leído y escrito durante toda mi vida me parecían ahora insípidos y bobos. Concluí que si el universo era el estadio donde Dios y el Diablo juegan fútbol, entonces yo me había convertido en un escarabajo que masticaba hojas en un árbol a kilómetros de ahí.

No era una sensación placentera, no lo ha sido aún después de 23 inmutables años. Es como un eterno hormigueo bajo la piel, un zumbido de los nervios; es como un incendio en la mente; como un enjambre de negras langostas alojado en el corazón. Pero estoy agradecido. No cambiaría el camino que he recorrido porque es lo único que me pertenece, aunque no esté en mí dirigirlo. Además todavía me queda mi sentido del humor: me encanta mentir y confundir diciendo la verdad. Y he ejercitado este arte cada vez que tengo la oportunidad.

Salí, pues, de la capilla. Tomé una bocanada de la brisa fresca que ofrecía la noche y fue como llenar mis pulmones de posibilidades. Una rata se asomó por la grieta de una pared dándome las buenas noches; yo me agaché hacia ella y con una perspicaz habilidad alcancé a atraparla. Le clavé los dientes en el lomo hasta que brotó sangre porque era algo que nunca había hecho. Dejé la envoltura vacía del animal en un basurero al pasar. Esta vez sólo sonreí con sobriedad y franqueza, y me eché a caminar sin rumbo.

Sigan el resto de la historia de este misterioso personaje en el blog: El diario de Diosdado.